Este mes, se cumplen ocho años de la muerte de nuestro padre, Paul de Munck, y quizás por ello se intensifica su recuerdo y reaparecen antiguas emociones y sentimientos. Nació en Borgerhout, Amberes, Bélgica en 1933 en el seno de una familia numerosa, católica y conservadora, mitad flamenca, mitad Valona y quizás, por ello, siempre se sintió belga, simplemente belga, sin connotaciones regionales. Se instaló en España con poco más de 25 años y pasó aquí la mayor parte de su vida hasta su fallecimiento y, sin embargo, nunca dejó de sentirse belga hasta la médula. Sus gustos, sus costumbres, sus sentimientos eran belgas. Tenía cuatro hermanos, Jean Marie, Pierre, Guy y Roland, y una hermana, Anne. Él era el cuarto y siempre decía que nacer en medio de tantos hermanos era una desventaja: nunca se tenía la edad suficiente para hacer lo que hacían los mayores y tampoco podía disfrutar de las ventajas y privilegios de los pequeños.
Fue, al parecer, un joven algo rebelde e inconstante. A este respecto siempre decía que los lemas de las naciones o de las familias expresan siempre, no una realidad, sino un objetivo a alcanzar, un objetivo que se plantea a partir de los defectos que se conocen. Si es así, y él mismo lo reconocía, el lema familiar “Virtud et constantia” era una alta pero lejana aspiración. Es posible que de esa rebeldía e inconstancia surgiera y se forjara su gusto por la bohemia y su tendencia a revolverse contra el orden establecido, sobre todo en el aspecto político. Sin embargo, siempre conservó unas profundas creencias religiosas muy ancladas en el conservadurismo católico y muy críticas con las nuevas corrientes en el seno de la Iglesia. Hasta el último momento seguía acudiendo a Misa con su misal en latin. Su profunda fe tenía mucho que ver con sus años de estudios en colegios religiosos y, sobre todo, con la influencia de su madre, la abuela Valérie, por quien sentía una verdadera y entrañable adoración. Fue también un padre severo, rígido y emocionalmente algo distante con los hijos, aunque todo lo contrario con sus nietos cuando se convirtió en abuelo.
Es difícil poder expresar en unas pocas líneas los recuerdos, vivencias y sentimientos que supone la figura de un padre. Quien le haya conocido verá que omito muchas cosas pero lo hago porque creo que no corresponde a los hijos enjuiciar ni valorar los hechos de nuestros mayores. En mi caso prefiero quedarme con el recuerdo de sus virtudes, de su bondad y, sobre todo, de su amor porque a pesar de los errores siempre amó a su familia, a su mujer, a sus hijos, a sus nietos, a sus hermanos y sobrinos. Lo hizo a su manera, pero lo hizo. Se fue hace 8 años, con sólo 72 años, y le sigo echando de menos.