¿Hacia una República excluyente?

El 82 aniversario de la proclamación de la II República se ha celebrado en muchas ciudades españolas con una afluencia de público sensiblemente superior a las conmemoraciones de años anteriores. A ello ha contribuido, sin duda, el mal momento que la Monarquía española está atravesando ante la opinión pública, tal y como señalan las últimas encuestas, como consecuencia del comportamiento poco ejemplar del Rey y de algunos miembros de la familia real. Es evidente que en medio de una crisis como la que venimos padeciendo en la que la sensibilidad social está a flor de piel aquellos que encarnan la Institución Monárquica no han sabido estar a la altura que de ellos cabía esperar.
Sin embargo, la celebración de hoy no puede ser compartida, ni muchos menos, por quienes siendo republicanos no se sienten identificados con un modelo republicano como el del año 31 construido por media España contra la otra mitad y que fue un absoluto fracaso de convivencia. Una buena parte de la izquierda española, sobre todo la más radical, postula el advenimiento o la instauración de una tercera República en España sobre la base y la nostalgia del modelo republicano de 1931, con todo lo que ello conlleva de identificación con los errores y aciertos de mismo. Así, una vez más, se vuelve a cerrar la puerta política a quienes aspiran a la construcción de un modelo republicano desde posiciones de centro, de derechas o de izquierda moderada.
España cuenta hoy con la Constitución más abierta y democrática de su historia. Una Constitución nacida al amparo de la Monarquía, cuya contribución a su nacimiento es innegable, en circunstancias políticas y sociales tremendamente difíciles y que ha permitido a la sociedad española alcanzar niveles de convivencia pacífica y cotas de bienestar social nunca antes logradas. Sin embargo, es muy probable que la Monarquía, en las actuales circunstancias, haya agotado su papel en el desarrollo político de nuestra sociedad. Es evidente que una situación coyuntural no puede servir de argumento para un cambio de modelo tan profundo como podría ser el paso de la Monarquía hacia la República. Las tendencias de opinión fluctúan enormemente en breves espacios de tiempo y más hoy con la influencia de las redes sociales. Pero sí podría ser aconsejable reflexionar serenamente sobre la vigencia del papel de la Monarquía y sobre todo sobre su utilidad a la sociedad española. Lo que no cabe duda es que este debate debería plantearse sobre criterios de objetividad y no sobre criterios emocionales, sobre planteamientos de objetivos de futuro y no sobre nostalgias y planteamientos trasnochados.
Y si algo en las celebraciones del día de hoy podría poner en guardia a cualquier demócrata, sea republicano o monárquico, es el desfile paramilitar que se ha celebrado en Madrid para rememorar la II República. Banderas de la II República (que no republicanas ya que la I República mantuvo la bandera de España) con una estrella roja en el centro eran portadas marcialmente en paralelo con banderas comunistas. Esta identificación entre la II República, y al parecer con la futura III República, y la ideología comunista es todo un síntoma, un peligroso síntoma del triste fin que tendrían las libertades públicas que hoy disfrutamos, esas “libertades burguesas” que según los comunistas sólo son respetables en cuanto transitorias y como mero instrumento para la consecución del poder.

Bandera de España II República.
Bandera de España I República.


La identificación de una futura III República con el comunismo y con lo peor de la II República sólo puede servir para que los republicanos demócratas confíen en que dure mucho la Monarquía y las libertades consagradas en la Constitución de 1978. La legítima aspiración de cambiar la forma del estado español pasando de una Monarquía a una República no puede construirse mirando hacia atrás, sino hacia el futuro, no puede sustentarse sobre modelos excluyentes y sectarios como pocos, sino con una visión integradora de toda la sociedad española, no debe reclamarse adjetivando a la República con términos como popular o socialista, sino con la capacidad de permitir la alternancia política sin más limitación que la que imponga en cada momento el electorado en las urnas. Mal se empieza cuando la reclamación de una nueva República se simboliza tratando de imponer la bandera de un régimen concreto sobre la de la Nación, cuando se trata de identificar al futuro régimen con una ideología partidista y excluyente y cuando se justifica desde la nostalgia de un pasado muchas veces inexistente y no sobre convicciones políticas racionales y de integración nacional
Santiago de Munck Loyola

La imputación de la Infanta, una cortina de humo.

La decisión del juez Castro de imputar a la Infanta Cristina ha provocado un infantil regocijo y algarabía en buena parte de la izquierda, de muchos comentaristas políticos y de amplios sectores de la población. Poco importa para ello que, al parecer, el auto de imputación dictado por su señoría peque de incoherencia e inconsistencia jurídica y que se base más en escasos indicios incriminatorias que en hechos relevantes. Buena parte de la opinión pública se alegra y se ensaña con la Infanta tal y como antes hizo con su esposo, el Sr. Urdangarin. Sin freno alguno y sin medir las negativas consecuencias de ello se cargan las tintas sobre ambos personajes como si los hechos que se les imputan y las responsabilidades que de ellos pudieran derivarse sólo les correspondieran a ellos. Parece como si el Sr. Urdangarín y su socio, con la complacencia, colaboración o complicidad de la Infanta Cristina hubiesen asaltado las cajas de las administraciones públicas y se hubiesen llevado el dinero. Y no es así, ni mucho menos.
A un servidor, que no es precisamente un fervoroso partidario de esta Monarquía tan poco ejemplar, sobre todo por la conducta frívola, indiscreta e irresponsable de su máximo representante, el Rey, este ensañamiento callejero de la Infanta y de su marido le parece más una cortina de humo y un espectáculo bien aderezado por los medios de comunicación que sólo sirve para alejar el punto de mira de quienes son los auténticos responsables del mal uso que se haya podido dar al dinero público. No cabe ninguna duda que el Sr. Urdangarin, con la colaboración de su ex socio y antiguo amigo, ha sido un pájaro de cuidado, un fresco y ambicioso que sabía que usando adecuadamente su relación familiar se le podían abrir muchas puertas para ganar dinero a espuertas. Pero tan cierto como lo anterior es que ni el Sr. Urdangarin, ni su socio, han asaltado ninguna caja fuerte, ni han forzado a nadie a realizar negocios con ellos. Muy posiblemente se dedicaron a vender humo, a vender a precios desorbitados servicios que no lo valían o a facturar prestaciones que no se realizaron. Ellos pusieron precio a su humo y, lo peor, es que hubo quien lo compró y lo pagó con el dinero de los contribuyentes. Son precisamente los que compraron el humo del Sr. Urdangarín y quienes lo pagaron tirando del cajón público los verdaderos responsables de este escándalo. Son los que por mandato de las urnas tenían la obligación política, legal y ética de usar ese dinero público con la “diligencia de un buen padre de familia” y no lo hicieron. Compraron a lo tonto, a cualquier precio y sin comprobar la mercancía, todo por una buena foto. Son, ni más ni menos, los políticos que firmaron estos contratos y convenios con las Fundaciones o empresas del Sr. Urdangarín y los técnicos que debían haber fiscalizado esos gastos. ¿Y dónde están en los telediarios? ¿Dónde están los nombres de los políticos y de los técnicos responsables de velar por el dinero de los contribuyentes? ¿Por qué no los persigue la prensa?
Ni el Sr. Urdangarin, ni su socio, ni la Infanta Cristina pudieron tener acceso a un solo céntimo público por si mismos, necesitaron que determinados políticos pagasen esas cantidades millonarias que ahora hemos conocido. Y, sin embargo, todos los focos están puestos en los primeros; la mayoría de la gente sólo carga sobre ellos las tintas al igual que la inmensa mayoría de los medios de comunicación. Ni a la Infanta ni a su marido los hemos elegido los ciudadanos, están donde están por su parentesco, pero a quienes sí hemos elegido, a los que hemos votado es a los responsables políticos que debían gestionar escrupulosamente nuestro dinero y no lo han hecho y debería ser, por tanto, a quienes con mayor firmeza denunciásemos y exigiésemos las responsabilidades a que hubiese lugar. Y, sin embargo, hasta ahora están saliendo de “rositas” ya que casi nadie se fija en ellos. Si se dejaron engañar o si sabían que compraban a precio de oro lo que no lo valía, estos políticos y técnicos deberían irse a la calle y pagar con su patrimonio el agujero que por irresponsabilidad o ignorancia han dejado en las arcas públicas. Sólo así se hará justicia de verdad en este escándalo que tanto daño está haciendo a la imagen internacional de España.
Santiago de Munck Loyola

Urdangarin y la Feria de las Vanidades.

Día a día, vamos conociendo el progreso de la causa judicial abierta por el llamado “caso del Instituto Nóos” con el Sr. Urdangarin y su socio, el Sr. Torres, como principales protagonistas del mismo. Hoy se ha hecho público un extenso auto judicial en el que se impone a los mismos una fianza civil de 8,1 millones de euros, una de las más altas impuestas en nuestra historia judicial. Queda mucho tramo por recorrer en este proceso y en los que, con seguridad, se derivarán del mismo. Sin embargo, hace tiempo ya que para una gran parte de la población y de los medios de comunicación más sensacionalistas la sentencia está dictada. Pos su posición, el Sr. Urdangarin, hace tiempo que se ha convertido en cualquier conversación en el gran aprovechado, en el gran chorizo de España.
El hecho de que sea el yerno del Rey da mucho morbo a cualquier noticia respecto a este asunto. Se han aireado los correos que al parecer se cruzaba con su socio, conversaciones privadas, noticias relativas a la presencia en esta trama de la Amiga” del Rey (la acompañante del Monarca en su triste cacería africana y en algún que otro viaje oficial costeado por los contribuyentes), insinuaciones sobre la actitud del propio Monarca o incluso la posible evasión fiscal de unos cuantos cientos de miles de euros (una gota de agua en este océano de cuentas suizas y corrupciones varias). Pero tratándose de su parentesco, todo es desmenuzado, interpretado, comentado y, a veces, manipulado. Urdangarin se ha ganado seguramente a pulso su situación y su socio por su parte trata de salvar el pellejo tratando de salpicar a todo el que pueda y cuanto más alto mejor.
Una cosa parece estar clara: Urdangarin aprovechó sus relaciones para obtener unos ingresos que de otro modo no le permitirían llevar el tren de vida que su posición, al parecer, le exigía.  Tal y como se dice en el auto del juzgado utilizó el Instituto Nóos como mero «paraguas de bondad y de ayuda al prójimo para desviarse fondos públicos» y que Urdangarin y Torres se pusieron de acuerdo para rentabilizar ante entidades privadas e instituciones públicas la «influencia» que se derivaba del «parentesco» del duque de Palma con la Casa Real. O sea, un fresco de tomo y lomo, un aprovechado como pocos.
Pero también se desprende del citado Auto algo quizás mucho más importante: que los gobiernos de Valencia y Baleares vulneraron el procedimiento administrativo para otorgar el dinero al duque de Palma y dispensarle así un trato de favor, de «vestir el santo con expedientes administrativos nulos de pleno derecho para adjudicar el dinero público a Urdangarin tras acordar verbalmente los contratos con él». El problema no nace de que Urdangarin fuera un espabilado que puso precio a unos servicios profesionales basados en sus parentescos políticos, sino de quienes estaban dispuestos a comprar esos servicios con el dinero de los contribuyentes. Ni Urdangarin, ni su socio han forzado ninguna caja fuerte, no han metido la mano en ninguna caja pública. Lo que hicieron fue poner precio a sus influencias y otros las compraron, metiendo para ello la mano sobre el dinero público. Son los políticos de turno los que compraron las relaciones y los servicios de estos pájaros. A Urdangarin nos lo tenemos que “comer” los españoles, como nos tenemos que “comer” a cualquiera que pase a formar parte de la Casa Real, aunque haya sido republicano, mientras no se cambien las leyes vigentes. Y como ahora, a diferencia de lo que ocurría en otros tiempos, los príncipes se casan con quien quieren y no con quien deben, pues resulta que si los nuevos miembros de la familia real no pertenecen a la rica aristocracia se “buscan” la vida para tratar de mantener el estatus que piensan que han de conservar sus consortes. Y así nos luce el pelo.
Pero a los que han comprado los servicios de Urdangarin y de su socio, los que han metido la mano en la caja para comprar humo y oropeles, a esos no nos los tenemos que “comer”. A ésos los hemos elegido en las urnas para muchas cosas, entre otras, para administrar bien nuestro dinero y lo han malgastado miserablemente. Y lamentablemente, ésos, hoy por hoy, no están siendo noticia. Los titulares se los lleva Urdangarin pero no los verdaderos responsables del expolio, los que han traicionado la confianza de los ciudadanos, los que han comprado y pagado esta opereta. Los verdaderos responsables son los componentes de esa ristra de mediocres politicuchos deslumbrados por el falso brillo del duque consorte y de las regias puertas que suponían podía abrirles, esa caterva de incompetentes ávidos de fotos, de relaciones ilustres, doctores en debilidades humanas como la codicia, el esnobismo, la hipocresía, los engaños y la holgazanería intelectual. Políticos idóneos  para ser protagonistas de la feria de las vanidades de Thackeray para los que Urdangarin ha caído del cielo siendo un eficaz suministrador de remedios para sus complejos. Son ellos los que hoy deberían acaparar los titulares en primer lugar porque son ellos, y pronto conoceremos todos sus nombres, los que nos han traicionado.
Santiago de Munck Loyola

El culebrón de Dívar en la recta final.

Parece que la muerte del Príncipe heredero saudí le ha venido al Rey como anillo al dedo para evitar hacerse la foto junto con el denostado Presidente del Consejo General del Poder Judicial, Sr. Dívar, centro de toda clase de dardos y diatribas. Vamos, que le ha faltado tiempo a Su Majestad para hacer las maletas y salir pitando hacia Arabia Saudí para rendir homenaje al cadáver del heredero saudí, dejando la papeleta de la foto de rigor con el otro “cadáver” político y judicial a su hijo, D. Felipe. A la retórica franquista de la “tradicional amistad con el mundo árabe” le sucedió el invento de la “Alianza de Civilizaciones” aunque en esta ocasión parece que se ha escogido la “gran amistad y hermandad” del Rey con los “tiranos coronados del petróleo” para justificar este desplazamiento regio tan raudo y veloz.

Da igual el motivo con el que se justifique este desplazamiento real, pero lo cierto es que el Jefe del Estado padece cierto tipo de alergia a ciertas fotos. Al Rey no le importa que le fotografíen junto al cadáver de un hermoso paquidermo o junto a esa seudo princesa alemana que le ha estado acompañando hasta en algunos viajes oficiales a los que no iba D. ª Sofía. Pero por donde al parecer no pasa Su Majestad, o sus asesores de la Casa Real, es por dejarse fotografiar junto a la cuarta autoridad del Estado, desacreditada y en el punto de mira por algunos gastos de sus viajes, o junto al padre de algunos de sus nietos, el Sr. Urdangarin, bajo sospecha judicial por sus suculentos negocios cocinados en la trastienda de algunas administraciones públicas.
El “marrón” para el nene, el heredero, que se ha tragado hoy un acto institucional de lo más agrio y desagradable. Resulta curioso, cuando menos, el criterio selectivo del Rey al que, según noticias recientes, parece que le salen problemas por todos lados: ahora, una ciudadana belga y un español catalán están reivindicando la paternidad de D. Juan Carlos. A lo mejor, dentro de poco, los españoles nos llevamos una sorpresa similar a la que se llevaron los belgas cuando el Rey Alberto les comunicó por televisión que tenía una hija extramatrimonial. Nunca se sabe. Los “pecados” de la juventud llaman a veces a la puerta de uno en el ocaso de la vida. Una vez más, se pone de manifiesto que la ejemplaridad, esa cualidad que podría justificar en estos tiempos la supervivencia de las Monarquías, está muy lejos de la realidad de la Familia Real española o, por lo menos, de la de su máximo representante y exponente, el Rey.

Volviendo al acto de hoy presidido por D. Felipe, parece claro que los días del Sr. Dívar el frente del poder judicial están más que contados y que renunciará a su cargo el próximo jueves. El Sr. Dívar ha pagado y va a pagar muy caro los gastos personales que intentó ahorrarse cargándolos a la espalda de todos los españoles. Dice el dicho popular que “al pobre y al miserable, las cosas le cuestan doble”. Es evidente que el Sr. Dívar lo que se dice pobre, pobre, no lo es.

Es cierto que algunos medios de comunicación se han cebado con el Sr. Dívar. Algunos analistas interpretan esta actitud así como la del vocal que destapó este asunto como una venganza del entorno del ex juez Garzón. Sea cierto o no, y tampoco tendría nada de extraño que lo fuera, parece que el Sr. Dívar, y en eso coincide casi todo el mundo, no ha cometido ningún delito y que su actuación se ha ajustado de forma estricta a las normas y prácticas habituales en el Consejo General del poder Judicial respecto a la forma de justificar este tipo de gastos. Su error, que no delito ni falta, está precisamente en la utilización en beneficio propio de unas normas y procedimientos de por sí rechazables desde una perspectiva ética y moral. Y tan rechazable es el uso de esas normas, como el hecho de que los jueces se autorregulen los procedimientos del uso del dinero público y el control de los mismos.

En esta cultura del despilfarro, de las prebendas, de los privilegios de nuestra clase dirigente, lo del Sr. Dívar no es más que una pequeña gota de agua, aunque por pequeña que sea, lo es de agua sucia. Da igual que el Sr. Dívar haya empleado 100 o 100.000 euros en gastos de carácter privado y aunque fuese conforme a las normas internas del Consejo General del Poder Judicial. Aquí lo determinante de la censura social no está en la cantidad, sino en la calidad. Y un jurista como él y un purista como él debería haberlo sabido desde el principio. Aquí, como en el primer escalón del Estado, ha fallado la ejemplaridad, cualidad esencial en un sistema representativo. Así que deberían ir tomando nota los de más arriba. Sin ejemplaridad, a casa y punto.

Santiago de Munck Loyola

Ni casto, ni cauto.

Por si no tuviésemos bastante con los problemas sociales, políticos y económicos que recorren nuestro país, la Monarquía española también da que hablar lo suyo. A las andanzas del Sr. Urdangarin, a las salidas de tono de D. ª Letizia, a las torpezas cinegéticas de su Majestad hay que añadir ahora sus andanzas extraconyugales aireadas por los medios de comunicación. Ayer mismo, un importante diario nacional, publicaba en su suplemento dominical un detallado relato sobre las infidelidades de D. Juan Carlos a lo largo de los 50 años de matrimonio con D.ª Sofía. Y junto a este escabroso relato la opinión e 25 personajes de toda clase y condición sobre los 50 años de matrimonio de la pareja regia. Algunas de estas opiniones son de un tono tan babosamente cortesano que no merecen ni siquiera el más mínimo comentario.
Ya con ocasión del accidente del Rey en su cacería de elefantes africanos, algún que otro comentarista radiofónico calificaba de “desagradecidos” a cuantos tuviesen la osadía de criticar la actitud y las actividades privadas del Rey. Decía que los españoles olvidábamos muy pronto todo lo que le debíamos a D. Juan Carlos por su actitud en la noche del 23 de febrero de 1981. Y sobre esa noche y sobre la actitud del Rey o de los propios golpistas quizás habría mucho que hablar pues muchas incógnitas aún no han sido despejadas. Pero, en todo caso, aquella noche el Rey no hizo otra cosa que cumplir con su obligación, con su deber, aunque tardase más de lo esperado en comparecer ante las cámaras de Televisión. Cumplió con su obligación, es decir, defender la Constitución y ordenar a las FFAA su acatamiento.
Constitución que, por cierto, si no recuerdo mal, no ha sido jurada por el Rey. Está fuera de lugar reclamar a los españoles una actitud de agradecimiento permanente hacia el Jefe del Estado por cumplir con su trabajo, trabajo por el que, además, está bastante bien pagado. El recuerdo distorsionado de la noche del 23 F no puede ser un aval para todo lo que haga o deje de hacer el Rey.
Ahora sabemos lo que antes no pasaba de simples rumores: que la conducta privada del Jefe del Estado no es ejemplar. El asunto no pasaría del ámbito estrictamente privado sino fuera por dos circunstancias especiales. En primer lugar, porque el Jefe del estado es un Monarca, porque estamos hablando de una Monarquía y una de las principales cualidades que se supone debe encarnar la Monarquía es la ejemplaridad y aquí no se da, se mire por donde se mire. Si se tratase de un Presidente de la República cuya vida privada tampoco fuera ejemplar los ciudadanos que no aprobasen ese tipo de conductas lo tendrían fácil, la reprobarían mediante el voto en las siguientes elecciones. Aquí no se da el caso. En segundo lugar, porque los devaneos sexuales del Monarca se han elevado a la categoría de sus actividades oficiales. Es público y notorio que en tres viajes oficiales, al menos, la amante del Rey le ha acompañado y es de suponer que a costa del erario público.
Si la Monarquía no es ejemplar, no vale en este momento histórico. Si al Rey no le importa dejar en evidencia a la madre del futuro Rey que siempre ha sabido estar a la altura de las circunstancias a muchos ciudadanos sí que les importa.
La opción de la República parece hoy más ajustada a las características y exigencias de nuestra sociedad. Sin embargo, la pretensión de muchos de vincular la alternativa republicana al recuerdo y a la herencia de la Segunda República puede suponer un serio obstáculo para que pueda ser aceptada por quienes la identifican con un modelo cuyo desarrollo y resultado no presentó un saldo muy positivo.
Difícil panorama el que tiene por delante la institución monárquica, sobre todo si pretende seguir asentándose sobre privilegios históricos, asimilando los derechos de los ciudadanos corrientes y renunciando simultáneamente a las tradicionales obligaciones de la Institución. Cierto Ministro de Franco, cada vez que era nombrado un gobernador civil, llamaba al interesado y le decía: “sea usted casto y, si no pudiere, al menos sea cauto”. Nuestro Rey, a lo que se ve, ni lo uno, ni lo otro.
Santiago de Munck Loyola

La efímera fama de los rivales de Dumbo y Yogui.

Parece que nuestro Rey, Presidente de honor de la asociación ecologista WMF, está haciendo, sin habérselo propuesto, que los animales víctimas de sus aficiones cinegéticas eclipsen a famosos personajes del mundo de la ficción. En 2006 el pobre oso rumano Mitrofán, al parecer en estado de grave intoxicación etílica, se topó con la escopeta de Su Majestad e hizo palidecer la fama del oso Yogui quien, en décadas de aventuras animadas en los parajes de Yellostowne, nunca tuvo tropiezo de tan funestas consecuencias como las de su colega rumano. En estos días, la fama del pobre Dumbo podría peligrar si trascendiesen, en caso de tenerlo, los nombres de los paquidermos africanos objeto de las atenciones regias. La vida es así, la fama en ocasiones depende de estar en el momento preciso en el lugar adecuado. Bueno, en estos luctuosos casos y vistos los fatales desenlaces, sería más apropiado hablar de estar en el momento inoportuno en el lugar equivocado.

Es muy posible, casi seguro, que si su Majestad no hubiese tenido mala pata, cayéndose y lesionándose la cadera hasta el punto de requerir un traslado urgente a España para ser intervenido quirúrgicamente, los españoles no habríamos conocido nada de su desafortunada aventura africana. Afortunado en el juego, desgraciado en amores dice el refrán popular. Bien puede decirse lo contrario: Desafortunado en el juego, agraciado en amores. Y como la caza no resulta ajena al riesgo y al azar, es evidente que tiene bastante de juego. Ni que decir tiene que estos dos eventos cinegéticos antes citados apuntan indicios de poca fortuna regia en estos menesteres que, además, han servido para sacar a la palestra la buena fortuna del monarca en el campo de los amoríos, al parecer teutones.

El incidente, además de servir para mermar la fama de insignes y entrañables animales de ficción, ha valido para que todos en este país y allende sus fronteras dediquemos un tiempo a especular sobre el asunto y sus consecuencias y sobre todo para que exhiban sus mejores galas desde los aduladores cortesanos hasta los furibundos republicanos, pasando hasta por los especialistas en alcantarillas mediáticas, salvadores “de luxe”. Hemos escuchado de todo, desde reivindicaciones de referendum sobre la forma del Estado, hasta peticiones de abdicación. Incluso, algunos personajes han transformado lo que ha sido una auténtica torpeza, dicho esto en todos los sentidos, en una falta del pueblo español por ingrato, nada menos.

Unos olvidan que, les guste o no, la Monarquía está legitimada en las urnas mediante un referendum constitucional. Otros olvidan que el Rey en 1981 sólo hizo lo que constitucionalmente tenía que hacer, aunque algo tarde en opinión de algunos, y que, por tanto, su actuación no debería ser esgrimida como una permanente hipoteca de gratitud incondicional. Y mucho menos aún se puede esgrimir esa presunta deuda de gratitud como un aval para su sucesor.

Que el Rey se ha equivocado es más que evidente y hasta él mismo lo ha reconocido con más o menos sinceridad y más o menos espontaneidad. España tiene hoy en día problemas mucho más importantes que los derivados de un incidente como éste o que la forma de la Jefatura del Estado. Lo que sí ha quedado de manifiesto y conviene anotarlo para el momento oportuno es que la Monarquía si no es ejemplar no sirve y que la legitimidad de origen debe estar siempre seguida de la legitimidad de ejercicio. Si algo de positivo ha podido tener este asunto es que, probablemente, los colegas de carne y hueso de Yogui, de Dumbo, de Bambi, del Lobo feroz y demás tendrán en el futuro en frente un Elmer coronado menos.

Santiago de Munck Loyola

SOBRE LA BODA REAL Y LA VIGENCIA DE LAS MONARQUÍAS.

Vaya semanita que nos están dando las televisiones con la dichosa boda del hijo de Lady Di. Inaguantable. Los británicos siempre han sido muy suyos con su monarquía, pero seguirles el juego de esta manera resulta ya cansino. A ver si se casa de una vez el niño y nos dejan descansar un poco.

Sin embargo, la feria mediática en torno a este enlace me ha traído a la mente algunas reflexiones que hace tiempo me rondan sobre las monarquías en nuestro tiempo. Siempre he sido partidario de la Monarquía como forma de gobierno debido, en gran parte, a la influencia familiar y al convencimiento racional de la bondad e idoneidad de la misma. Veía en la Monarquía constitucional una institución clave para la estabilidad política de las democracias occidentales que servía para desarrollar funciones de arbitraje y moderación en las pugnas de los partidos políticos y de representación del Estado. Era un hecho evidente que bajo las monarquías constitucionales europeas, a lo largo del siglo veinte, la democracia se consolidaba y las sociedades progresaban. Además, muchas monarquías estaban envueltas en un cierto halo de prestigio que la lejanía respecto a los súbditos y la ausencia de medios de comunicación como los actuales les confería respetabilidad y un cierto valor ejemplarizante para sus sociedades.

Pero hoy ya no es así. Ahora estamos al tanto de las miserias humanas que protagonizan los miembros de las Casa Reales. Los medios de comunicación, sin el temor reverencial del pasado, nos ponen al día de todo y ese halo, esa ejemplaridad ha desaparecido. Hoy, los príncipes quieren y tienen los mismos derechos que los demás ciudadanos conservando, eso sí, los privilegios ancestrales. Las Monarquías se han modernizado para que sus miembros gocen de los derechos de los plebeyos, prescindan de tradicionales obligaciones y conserven sus privilegios hereditarios. El valor simbólico y ejemplarizante de las monarquías ya no existe. La magia de las coronas ha desaparecido.

Ahora sabemos que al próximo Rey de Gran Bretaña le encantaría haberse convertido en el tampón de su amante. O que uno de sus hijos no tiene inconveniente en disfrazarse de nazi en una estupenda juerga. O que la futura Reina de Noruega tuvo un pasado más bien escabroso con escarceos con toda clase de substancias. O que el Rey de los belgas ha tenido que reconocer recientemente una paternidad extramatrimonial, algo, por cierto, más habitual de lo que parece. O que la futura Reina de España a la que traté en muchas ocasiones cuando era vecina de Rivas-Vaciamadrid ni era persona de creencias religiosas, ni monárquica.

Todo ello me plantea muchas dudas sobre la idoneidad de la monarquía en estos tiempos. Tengo muy claro que no me gustaría tener un Jefe de Estado con aspiraciones de tampón o de compresa aunque a los británicos parezca no importarles. E igual de claro tengo que con mis impuestos no me gustaría sostener a un Jefe de Estado cuya esposa no cree en la institución de la que forma parte. Si la monarquía no puede ser ejemplar, si sus miembros quieren ejercer los mismos derechos que cualquier ciudadano pero no las mismas obligaciones no veo ninguna razón de peso para sostenerla con mis impuestos y privarme de derecho a elegir a la persona que quiero que me represente como Jefe de Estado. Do ut des decían los romanos. Y si los miembros de las casas reales no están dispuestos a dar, yo tampoco.

Santiago de Munck Loyola