La agenda política y la agenda ciudadana.

No hay día que pase sin que conozcamos alguna noticia sobre la carrera independentista organizada por parte de la clase política catalana. Se van sucediendo las diferentes reacciones de los partidos y sus líderes en torno al anuncio del referéndum independentista organizado por CiU, ERC y sus socios de la versión catalana de Izquierda Unida y la CUP. Es cuando menos curioso observar como buena parte de la izquierda ha renunciado a su carácter internacionalista de tiempos pasado para anclarse en posiciones localistas de rancio abolengo. Izquierda Unida, sin ir más lejos, apoya la celebración de esa consulta independentista lo que significa que para esa formación la soberanía popular, la del conjunto de los españoles, es fraccionable a demanda. Es decir, que la soberanía popular, tal y como se recoge en nuestra Constitución, puede ser obviada, ignorada y transferida a sólo una parte del cuerpo electoral para que decida sobre el conjunto. Lo que nadie nos aclara, ni Izquierda Unida ni sus compañeros catalanes de aventura independentista es cual es límite hacia abajo en el que se puede ir fraccionando la soberanía popular. Si la soberanía popular puede, según ellos, ser amputada y ejercida sólo por una parte del cuerpo electoral, el catalán en este caso, ¿por qué no puede ser fraccionada aún más? ¿Por qué, por ejemplo, los ciudadanos de Badalona o del Valle de Arán no podrían a su vez ejercer el mismo derecho a decidir si quieren o no estar integrados en una hipotética Cataluña independiente? ¿Cuál es el criterio que se utiliza para justificar el fraccionamiento de la soberanía popular? Una verdadera incógnita.
El Presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, da por sentado que esa consulta independentista no se va a celebrar y se ampara en el respeto a la legalidad constitucional como garantía para ello. Por su parte, los socialistas del PSOE están tratando de reconstruir sus relaciones con los socialistas catalanes tras las evidentes discrepancias en este asunto reflejadas en la ruptura de su unidad parlamentaria. Hoy mismo, en la sesión celebrada en el Congreso de los Diputados el jefe de la oposición, Pérez Rubalcaba ha puesto de manifiesto su coincidencia con Rajoy a la hora de rechazar la celebración de un referéndum y de oponerse a una hipotética independencia de Cataluña. Y punto, porque a partir de esa coincidencia Pérez Rubalcaba ha aprovechado su turno para reiterar una vez más el discurso que en los últimos meses ha venido desplegando su partido, es decir, pedir el cambio de la Constitución y asegura, según él, al menos otros 35 años de convivencia entre todos los españoles en el marco de una España federal. Los socialistas, frente al desafío de los independentistas, son partidarios de reformar la Constitución de 1978 y dotar con ello a nuestro Estado de una estructura federal.
Es evidente que, tras 35 años de funcionamiento, nuestra Constitución necesita una revisión, pero es probable que dicha revisión no deba ir precisamente en la dirección que los socialistas señalan. La reforma constitucional no puede plantearse, porque es sencillamente falso, como una respuesta destinada a contentar a nacionalistas e independentistas, que tanto monta… Nacionalistas e independentistas sólo pueden justificar la razón de su existencia sobre la base de la confrontación permanente, de la reivindicación y del agravio comparativo. El desarrollo constitucional operado en las últimas décadas y plasmado en el modelo autonómico ha demostrado que a mayores cotas de descentralización estatal y autogobierno autonómico más independentismo. Cada cesión a los nacionalistas e independentistas lejos de atenuar sus reclamaciones ha servido para que suban un peldaño más en su escalada hacia la ruptura de España. Las llamadas al diálogo y al consenso de los nacionalistas e independentistas sólo sirven si con ellas “sacan tajada”, para ellos dialogar significa que el estado debe ceder a sus pretensiones, nunca a la inversa. Parece, por tanto, más que evidente que la solución de los socialistas, la reforma constitucional, al desafío de los separatistas peca de candidez y de aceptarse sería sumamente peligrosa para la unidad de España y para el modelo de Estado. Nadie puede creer sinceramente que la configuración de un modelo federal contentaría a los separatistas porque, por definición supondría la desaparición de los llamados “hechos diferenciales”. Y si lo que proponen es un desarrollo de eso que algunos denominaban el “federalismo asimétrico” no es necesario, porque eso es, en el fondo, la esencia de un estado autonómico, con competencias regionales diferentes en cada territorio.
Una gran parte de los ciudadanos vemos como un problema la actual articulación del Estado autonómico. Tiene graves defectos de funcionamiento que impiden fundamentalmente una auténtica igualdad de derechos y obligaciones entre todos los españoles y, además, comporta un grave lastre económico especialmente llamativo en tiempos de crisis como la presente. Una reforma constitucional debería quizás abordar la racionalización del estado, la redistribución y la delimitación precisa de las competencias cerrando, de una vez, el permanente proceso de incertidumbre.
Y siendo todo lo anterior tremendamente importante, da a veces la sensación de que la clase política está en juego bastante alejado de lo que hoy por hoy preocupa a la inmensa mayoría de los españoles. En medio de una recesión como la presente, con un paro atroz, con un crecimiento desorbitado de la pobreza y de las desigualdades sociales, con una caída del nivel de vida de los españoles y con un recorte permanente de nuestro Estado de Bienestar da la impresión de que la agenda de nuestra clase política está en otra cosa. La incapacidad de muchos políticos para resolver los problemas básicos de los ciudadanos queda difuminada tras iniciativas extemporáneas y sentimentalistas que terminan arrastrando al resto mientras los ciudadanos seguimos pagando las consecuencias de su fiesta. ¿No será mejor ocuparse ahora de resolver los graves problemas que asfixian a los ciudadanos? Yo creo que sí.
Santiago de Munck Loyola

Por un nacionalismo español sin complejos.

Ha pasado una semana desde su celebración y aún no se ha desvanecido los ecos de la Diada de Cataluña. Lo primero que destaca es el alcance de la manipulación histórica de los independentistas que se plasma en la incongruencia que supone que un patriota español como Casanova se haya convertido en símbolo central de las celebraciones de la Diada. Tras las valoraciones iniciales de unos y otros, no hay día que pase sin que se abra una nueva polémica en torno a esta celebración. Ayer, era Luis del Val el que levantaba su voz y su indignación, compartida por cualquier persona con sentido común, contra la manipulación de los niños en la Diada y su uso partidista en los medios informativos dependientes de la Generalidad catalana. Comparaba esta manipulación infantil con la que todos los partidos y regímenes totalitarios hacen desde siempre con los niños y jóvenes. La primera respuesta venía desde CiU alegando en su defensa que se trata de “pedagogía”, nada menos. La segunda respuesta y, por supuesto amenaza, vino del portavoz del gobierno catalán diciendo que no van a tolerar, como si en su boca tuviera algún significado la palabra tolerancia, que se realizasen semejantes comparaciones sobre la manipulación infantil, algo perfectamente legítimo para los independentistas.
Al margen de lo anterior, lo cierto es que estamos viviendo una situación política tremendamente complicada y el panorama no es nada alentador. Buena parte de los políticos de una importante región española quieren la independencia de la misma, quieren romper España y llevan décadas poniendo todos los medios humanos y económicos necesarios y todo su empeño para conseguirlo. Lo que hoy vivimos no es un nuevo e improvisado problema, es el resultado de un largo proceso en el que políticos nacionales y regionales, los agentes sociales, los medios de comunicación y el conjunto de la sociedad tiene su cuota de responsabilidad. Los partidos nacionales no han tenido inconveniente alguno en realizar cesiones con el fin de asegurarse mayorías parlamentarias y han sido incapaces de pactar un modelo de estado estable o de reformar una Ley electoral que sobre representa a los independentistas mientras penaliza a otras fuerzas minoritarias de proyección nacional. Buena parte de la antaño izquierda solidaria y con vocación internacionalista se ha reconvertido en independentista renunciando a sus propias señas de identidad sociales. La sociedad española en su conjunto ha permanecido pasiva mientras durante años los independentistas han ido tejiendo una red clientelar y difundiendo una versión falseada y victimista de la historia española. Hace tiempo que los sindicatos debieron decidir que ésa no era su “guerra” obviando la progresiva desigualdad de derechos entre los ciudadanos españoles en función del territorio y los evidentes peligros para el sostenimiento del estado de bienestar, incluida la caja común de las pensiones o de las prestaciones sociales.
Cataluña es hoy la comunidad autónoma más endeudada en términos absolutos y como tal carece de viabilidad económica sin las ayuda del Estado. Sus dirigentes no son capaces ni tan siquiera de aprobar el presupuesto anual y todo ello pese a haber sido los pioneros en los recortes sociales. No tienen dinero para luchar contra la desnutrición infantil, pero sí para seguir alimentando numerosos canales de televisión, pseudo embajadas o cualquier organización independentista. El actual gobierno catalán heredó una administración arruinada por el tripartito uno de cuyos socios lo es hoy del nuevo gobierno a nivel parlamentario. La presión independentista de los políticos catalanes ha aumentado paralelamente a la evidencia de su incapacidad de poner orden en las cuentas y de gestionar racionalmente las instituciones. Y del mismo modo, el ruido independentista catalán ha aumentado, coincidencia o no, en perfecta sincronía con la disminución del ruido de los asesinos de la ETA. En su agenda política la independencia está muy por delante de la satisfacción de las necesidades y de la solución de los enormes problemas de sus ciudadanos, lo que ofrece una clara idea de la ética que mueve a muchos políticos.
Los mal llamados nacionalistas, pues siempre han sido independentistas y así habría que denominarlos, han ido apretando las tuercas a los partidos nacionales, dando pasos, poco a poco, siempre encaminados hacia un mismo fin. Cada pequeña cesión del estado ha supuesto contribuir con un ladrillo más al levantamiento del muro independentista. La cesión de determinadas competencias a las comunidades autónomas supuso un tremendo error sobre todo cuando con ello se quebraba el sagrado principio de igualdad entre todos los españoles o cuando se dejaba en manos de los independentistas el cultivo de nuevas generaciones educadas en falsos mitos históricos y en el odio a España. Los nacionalistas – independentistas nunca han sido leales con el estado democrático. La reivindicación de las peculiaridades propias, el victimismo permanente o el simple chantaje parlamentario han servido para separar y construir el camino de la independencia. Desde la admisión de aquel engendro gramatical de “regiones y nacionalidades” hasta la aprobación del último Estatuto catalán que no fue respaldado ni por la mitad de los electores de la Comunidad, ninguna cesión ha servido para aplacar la sed de los independentistas. Por cierto que hay que recordar que cuando entró en vigor este último Estatuto, los socialistas se apresuraron a acusar a los populares de fallidos adivinos proclamando que ya había Estatuto y que no se había roto España. Ya, pues si no está rota está a punto. También la aprobación de ese Estatuto evidenció que las prioridades de la clase política catalana no son exactamente las mismas que las prioridades de los ciudadanos que no lo respaldaron mayoritariamente.
El derecho a decidir y, por tanto, a celebrar un referéndum ilegal para proclamar la independencia de Cataluña es el eje del debate diario. Los independentistas no tienen ningún reparo en asumir la involución ideológica que supone sustituir el concepto de soberanía popular por el de soberanía nacional. Ya la Constitución Española supuso una sustitución de las reivindicaciones de descentralización administrativa por la descentralización política y las competencias legislativas de los parlamentos autonómicos han supuesto en la práctica una fragmentación escalonada de la soberanía del pueblo español. Las instituciones catalanas cuya legitimidad se asienta en la Constitución Española y que son parte inherente del Estado español están siendo utilizadas para quebrar la soberanía que les otorgó y otorga su legitimidad. El problema que se plantea en el fondo es decidir quién tiene derecho a decidir y dónde se establece ese límite. ¿Son los españoles en su conjunto como determina la Constitución? ¿Son los catalanes? ¿Podrían los habitantes de cualquier Provincia o Municipio ejercer ese derecho a decidir? ¿Por qué los independentistas catalanes niegan a los habitantes del Valle de Arán el ejercicio del derecho a decidir?
Lo peor es que frente al desafío de los secesionistas el gobierno ofrece diálogo y negociación, pero no señala ni avisa sobre lo que no se puede negociar. Incluso algún Ministro ha manifestado que habría que buscar un nuevo estatus par Cataluña, algo que desde hace tiempo vienen repitiendo los socialistas quienes no saben en qué consistiría. Todos parecen ignorar que modificar una vez más las normas en la dirección deseada por los independentistas no va a aplacar sus ansias. Proponer machaconamente que la solución se encuentra en una estructura federal del estado es una falacia más. Los independentistas tampoco quieren una España federal que supondría la misma estructura organizativa para todas las regiones. Una España federal acabaría con la cursilada del hecho diferencial como justificación de sus pretensiones. Y para qué hablar del federalismo asimétrico que viene a ser como el círculo cuadrado.
Todo parece indicar que se avecinan tiempos mucho más revueltos y que nuestra clase política no está a la altura por su mediocridad y por la ausencia de un verdadero sentido de estado. Lo que los políticos no quieren o no saben hacer puede ser suplido, aunque sea mínimamente, por la actitud y los gestos diarios de los que nos sentimos españoles. Tan legítimo es ser nacionalista catalán como nacionalista español y tan legítimo es reivindicar dentro de la ley sus postulados como defender sin complejos y con gestos concretos la necesidad de una España unida e íntegra.

Santiago de Munck Loyola

¿Quién le pondrá el cascabel al estado de las Autonomías?

Buena la ha liado el Presidente de la Generalidad catalana, el Sr. Mas, con su apuesta independentista, que no “soberanista” (no existe en el Diccionario de la RAE) por mucho que con esa denominación la intenten dulcificar periodistas y políticos ignorantes. No es la primera ni la segunda vez que un dirigente catalán apuesta por un Estado catalán. Ya lo hizo el 14 de abril de 1931 Francesc Macià quien se dirigió a la multitud proclamando en nombre del pueblo de Cataluña, «L’Estat Català, que amb tota la cordialitat procurarem intergrar a la Federació de Repúbliques Ibèriques”. Ya lo hizo de nuevo el 6 de octubre de 1934 Lluís Companys quien proclamó el «l’Estat Català de la República Federal Espanyola», proclamación que se saldó con 46 muertos y 3.000 encarcelados.
Es la vieja estrategia de siempre: ante la incapacidad propia para solucionar los problemas se inventa un enemigo exterior al que culpar de todos los males. El Sr. Mas y sus conmilitones, incapaces de adoptar las medidas necesarias para resolver el grave problema económico y social derivado del inmenso agujero heredado del tripartito, han encontrado al culpable: el resto de los españoles que les expoliamos fiscalmente y los hundimos en la miseria. No es nuevo. Llevan años hablando de una supuesta balanza fiscal siempre desfavorable para Cataluña, llevan años calentando el ambiente, fomentando un sentimiento antiespañol que les servía para exigir cada vez más financiación. Poco importa que reputados economistas demuestren la falacia de esa supuesta balanza fiscal desfavorable para los catalanes: una mentira mil veces repetida termina por convertirse en una verdad para quien no quiere analizar otras perspectivas. Argumentan que como contribuyen a la caja común con más dinero que el resto de los españoles tienen, no sólo derecho a recibir más, sino a separarse para gestionarlo ellos solos. Declaraba hoy en un diario nacional el ex Presidente de las Cortes, Sr. Bono, que cuando pagar más impuestos implica exigir más nos encontramos ante una metástasis en el estado. De aceptarse esta tesis independentista y trasladándola del ámbito de los territorios al de las clases sociales, habría que deducir que quienes más impuestos pagan, más deben recibir del estado. Y éso es algo que choca frontalmente con la solidaridad y la redistribución de la riqueza, características esenciales de todo estado social y democrático de derecho.
Y en este contexto ¿dónde está el límite? ¿Quién decide cual es el ámbito de decisión? ¿Quién es el pueblo soberano? ¿El pueblo español? ¿El pueblo catalán? ¿El pueblo barcelonés? Nos dicen que tras una manifestación de un millón de personas pidiendo la independencia es el pueblo catalán el que ha hablado. ¿Y los seis millones de catalanes que no se han manifestado? ¿No cuentan?
Hoy, no son pocos los ciudadanos y los analistas políticos y económicos que coinciden en que nuestro estado autonómico es en su formulación actual absolutamente inviable. La crisis económica lo ha puesto de manifiesto de una forma desgarradora. Hasta no hace mucho hemos venido cerrando los ojos ante una realidad evidente: el estado autonómico estaba rompiendo la igualdad de derechos y de oportunidades de los ciudadanos. El estado autonómico ha ido levantando poco a poco muchas barreras entre los españoles: en educación, en sanidad, en el mercado, en el derecho de propiedad, etc. Barreras que imperceptiblemente iban dificultando hasta la movilidad de los ciudadanos. Lo que en la transición se nos vendió como un acercamiento de la toma de decisiones hacia los administrados se ha ido convirtiendo en un complejo laberinto legislativo, en un complicado entramado de instituciones más al servicio de la clase política que de los intereses de los ciudadanos. Empezamos a verlo gracias a la crisis y otros, desde fuera, también lo ven. En un reciente artículo, Stefanie Claudia Müller, corresponsal alemana en Madrid y economista, escribía: España … “no puede permitirse por más tiempo este nivel de corrupción, y menos aún a 17 regiones funcionando como estados independientes, con todos los organismos multiplicados por 17, desde 17 servicios meteorológicos a 17 defensores del pueblo, con 200 embajadas, 50 canales de TV regionales en pérdida, 30.000 coches oficiales o 4.000 empresas públicas que emplean a 520.000 personas, creadas específicamente para ocultar deuda y colocar a familiares y amigos sin control ni fiscalización alguna. En conjunto, unos 120.000 millones, equivalentes al 11,4% del PIB, se despilfarran anualmente en un sistema de nepotismo, corrupción y falta de transparencia.”
No parece pues que los problemas sociales y económicos que pesan sobre el conjunto de los ciudadanos puedan resolverse con más autonomía o con la independencia en el caso de Cataluña. No podemos sostener el actual estado autonómico y eso lo ve y lo sabe cualquiera. Es inviable económicamente y terminará por serlo social y políticamente si no se aborda su reforma inmediata. Es evidente que los últimos interesados en reformar la configuración del estado son los miembros de la clase política, los partidos políticos que han encontrado en el actual estado autonómico un inmenso coto en el que instalar y extender sus inmensas maquinarias burocráticas y en el que realizar su insaciable afán ocupador. Nos proponen ahora fórmulas federales cuando es evidente que a los nacionalistas no les interesan porque supondrían una igualdad entre territorios inasumible para ellos. Nos hablan de los derechos de los territorios y olvidan los derechos de las personas. Nos levantan barreras territoriales cada vez más costosas mientras que Europa transita por el camino contrario. Y mientras, los ciudadanos seguimos pagando los delirios de grandeza de tanto iluminado y de tanto cobarde.
Santiago de Munck Loyola