Devolver el voto a los exiliados vascos: una reparación histórica.

Estos días estamos asistiendo al debate abierto por la posibilidad de que los vascos exiliados por culpa de ETA, entre 150.000 y 300.000 según las distintas fuentes, pudieran participar en los procesos electorales que se celebren en su tierra. El anuncio efectuado por el Ministro del interior de que el Gobierno está estudiando esta reforma legislativa, propuesta por el Presidente de los Populares vascos Antonio Basagoiti, ha provocado diferentes reacciones, algunas de ellas muy significativas que han retratado a sus autores, una vez más, a la perfección.

Lo que nadie admite en voz alta es el fondo del asunto y que va mucho más allá de que los exiliados por culpa del terrorismo puedan o no votar. Será seguramente políticamente incorrecto pero el fondo de la cuestión es que la presencia ininterrumpida de la violencia etarra ha generado, entre otras cosas, un déficit de legitimidad de las instituciones vascas. Para que unas instituciones democráticas gocen de legitimidad de origen plena es imprescindible, y en ello coinciden todos los politólogos como Duverger, que se den una serie de requisitos básicos y esenciales de modo que el voto ciudadano pueda ejercerse con total y absoluta normalidad. En las últimas décadas, en el País Vasco, las libertades y derechos fundamentales consustanciales a un estado democrático pleno no se han desplegado con total y absoluta normalidad. Empezando por el derecho a la vida y a la integridad física y moral y siguiendo por el derecho de reunión, la libertad de asociación o de prensa, la libertad para elegir o ser elegido no han sido plenos en los territorios vascos. Las elecciones que se han venido celebrando allí siempre han estado bajo la amenaza de la violencia y la coacción permanente de los etarras y su entorno por lo que las instituciones surgidas de las mismas se han constituido mediante unos resultados electorales que de no haber mediado la violencia hubieran sido distintos. Es un hecho y una evidencia incuestionable, guste o no.

Y a esa situación perturbadora de la vida democrática hay que añadir que los resultados electorales y las instituciones nacidas de los mismos se han realizado con la exclusión de miles de ciudadanos que tuvieron que marcharse por miedo.

Ahora parece que existe en el Partido Popular cierta voluntad de reparar esa injusticia histórica. No obstante, al anuncio del Ministro, ha seguido la rápida matización del portavoz Popular en el Congreso, Alfonso Alonso, aclarando que la propuesta tiene “dificultades técnicas” y que debe ser analizada jurídicamente, por lo que se han convocado unas jornadas de estudio en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Por su parte, desde UPyD, Carlos Martínez Gorriarán ha interpretado la iniciativa como una «cortina de humo» del Ejecutivo y ve esta propuesta «de difícil solución constitucional» porque, según él, en propiedad en España no existen exiliados y la disminución del censo electoral en Euskadi puede obedecer a muchos otros factores que no tengan nada ver con la presión de ETA.

Pero, como siempre, los que se han vuelto a retratar con precisión son los del PNV. El PNV ha trasladado a Europa este debate. Los nacionalistas quieren que la Comisión Europea dictamine si esta propuesta es factible dentro de los estándares de la UE. Consideran que esta medida daría “lugar a un votante con doble derecho a voto inédita en el panorama jurídico europeo”, e indican que la reforma propuesta por Fernández Díaz “se basa en un concepto, como el de las personas que han abandonado el País Vasco por la presión terrorista, imposible de objetivar desde una perspectiva material y en consecuencia jurídica”.       

Claro que al considerar el recelo de los nacionalistas vascos a que se devuelvan los derechos políticos y civiles a los vascos expulsados de su territorio por la violencia etarra, no queda más remedio que recordar la frase de Arzalluz: “Unos sacuden el árbol, pero sin romperlo, para que caigan las nueces, y otros las recogen para repartirlas”. Y no es difícil adivinar quién ha estado sacudiendo el árbol y quién ha estado recogiendo las nueces para repartirlas, reparto que con el voto de los exiliados podría variar sustancialmente.

Por muchas dificultades técnicas y jurídicas que pudieran plantearse, lo cierto es que son perfectamente salvables. Hoy se puede devolver el voto a quienes se han visto injustamente privados de ello y hay mecanismos legales y técnicos para hacerlo, además con absolutas garantías para su ejercicio libre y secreto. Es una cuestión de justicia y de voluntad política. Lo que no puede el Partido Popular es esperar el más mínimo respaldo de quienes han estado repartiendo las nueces durante todos estos años.

Santiago de Munck Loyola

La invasión de los tecnócratas: todo para el pueblo, pero sin el pueblo.

Los mercados internacionales decidieron que había que acabar con el primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, cuyo partido, el Polo de la Libertad, había ganado las últimas elecciones generales, y sustituirlo por un técnico, Mario Monti. Tras tiras y aflojas, Mario Monti ha sido nombrado primer ministro, ha compuesto un gobierno sin políticos y en breve habrá de someterse a la cámaras para obtener el respaldo de los partidos políticos, es decir, de los representantes de la soberanía popular. Esta complicada operación parece reunir todas las formalidades exigibles por la Constitución italiana, pero siendo un proceso técnicamente legal se plantean dudas más que razonables sobre su legitimidad y, por tanto, sobre la calidad de la democracia italiana. A lo mejor, con ello mejora la calificación de la deuda italiana, pero indudablemente empeora la calificación sobre la calidad democrática del sistema político italiano.

Los italianos no han sido consultados en las urnas sobre esta decisión que sus representantes han tomado para complacer a los mercados internacionales. El poder del dinero se ha impuesto sobre la soberanía popular. Hay quien saluda esta decisión y justifica la legitimidad de la misma argumentando que los parlamentarios son los legítimos representantes de los ciudadanos y, por tanto, los únicos con capacidad decisoria al respecto. Una vez más, se confunde la legitimidad de origen con la legitimidad de ejercicio. Los parlamentarios lo son porque fueron elegidos presentando un programa a los electores que, en virtud del mismo, les confirieron el voto. Ninguno de esos programas electorales contemplaba una eventualidad como ésta y, por tanto, los parlamentarios carecen de mandato alguno de los electores para adoptar una decisión tan trascendental como ésta.

A esta circunstancia hay que sumar otra que resta aún más legitimidad al nuevo gobierno italiano. Ninguno de los nuevos ministros propuestos por el Profesor Monti son políticos, ninguno ha comparecido ante las urnas y ninguno de ellos, por tanto, ha recibido mandato alguno de los votantes.

Las democracias reales, las democracias serias no funcionan así. Nos encontramos ante una recuperación del viejo principios del absolutismo ilustrado de “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Es muy posible que los italianos eligieran mal en las últimas elecciones y que el gobierno surgido entonces haya resultado un desastre, pero es lo que eligieron y si ahora es preciso rectificar el rumbo debería ser la propia ciudadanía la que tomase una nueva decisión.

Las reglas de juego básicas en cualquier democracia pasan porque los ciudadanos elijan un programa de gobierno y un determinado gobierno o que adopte decisiones que permitan a los partidos políticos llegar a determinados acuerdos para hacerlo cuando no hay un mandato claro al respecto. En este caso, estas reglas no se cumplen.

Es muy posible y lo hemos visto recientemente en España que un gobierno no esté compuesto precisamente por personas preparadas para abordar situaciones tan difíciles como las actuales pero ese error, si así lo aprecian los ciudadanos, se debe pagar en las urnas. Si los llamados tecnócratas tienen que gobernar un país deben recibir el mandato de los ciudadanos para ello, es decir, deben presentarse a las elecciones con las siglas de su preferencia (no nos engañemos, por muy técnicos que sean cada uno tiene su ideología política) o formalizar programas y candidaturas independientes. Pero si los tecnócratas llegan al poder por vías diferentes estamos ante una auténtica prostitución de la democracia y ante una estafa legal a los ciudadanos. De seguir con esta vía, cualquier día nos quitan las elecciones y convocan oposiciones a Presidente del Gobierno. Y, si no, al tiempo.

Santiago de Munck Loyola

Una reforma constitucional legal, pero con déficit de legitimidad.

Esta mañana, algunas tertulias radiofónicas se hacían eco de la innecesaria reforma constitucional puesta en marcha para intentar frenar el gasto de nuestras administraciones públicas. Y, al igual que en algunos periódicos, los intervinientes debatían sobre la legalidad y la legitimidad de esta reforma de la Constitución. Así, se argumentaba que la reforma era legal puesto que se hacía respetando al pie de la letra el mecanismo de reforma previsto en la carta Magna y legítima pues estaba respaldada, además, por más del 80 % de los representantes de la soberanía popular, los diputados socialistas y populares.

No es ésta la primera vez que puede observarse como, en los medios de comunicación, se usa el concepto de legitimidad política con tanta ligereza, como desconocimiento. Ya hace tiempo que, a propósito de la formación del primer gobierno de Rodríguez Zapatero, el periodista Jiménez Losantos, afirmaba con su rotundidad habitual que “este gobierno es legal y, por tanto, es legítimo”. Con ello, parecía asimilar el concepto de legalidad con el de legitimidad, error muy frecuente. Los gobiernos del dictador Fidel Castro serán muy legales porque se habrán constituido conforme a la legalidad cubana vigente, pero no son legítimos porque ni las leyes que los producen están elaboradas con criterios de legitimidad, ni dichos gobiernos cuentan con el respaldo democrático necesario. Es práctica frecuente también obviar la distinción, clásica en la ciencia política, entre la legitimidad de origen y la legitimidad de ejercicio.

Volviendo a la reforma constitucional hay algunos aspectos que merece la pena ser considerados. Es cierto que la reforma es legal pues se está haciendo mediante el sistema constitucionalmente previsto. Como también lo es que los parlamentarios son los legítimos representantes de la soberanía popular. Pero también es un hecho cierto que cuando los partidos políticos presentaron sus programas electorales en la elecciones generales de 2008 no propusieron a los votantes reformar la Constitución en el sentido en que lo van a hacer. Los electores no respaldaron con su voto, no otorgaron mandato a los parlamentarios electos para que procediesen a reformar la constitución. Es decir que la soberanía popular no se pronunció en el año 2008 sobre este punto. El mandato y la representatividad de los parlamentarios, su legitimidad, se sustenta en esa relación de confianza que se puede resumir en “yo te voto para que hagas lo que me has propuesto en tu programa”. Por tanto, los parlamentarios socialistas y populares no tienen mandato alguno de los ciudadanos para emprender esta reforma, no cuentan con la legitimidad suficiente para realizar una reforma de tanto calado de la norma superior del estado, la norma que regula la convivencia y organización de la nación. Esto es un hecho evidente.

Subrayada la ausencia de mandato para reformar la constitución y la inexistencia de pronunciamiento de la soberanía popular sobre el asunto, resulta aún más llamativo que esta reforma se haga sin un referéndum, mecanismo legalmente no exigible, o que se haga sin esperar al resultado de las próximas elecciones generales en cuya campaña los partidos políticos tendrían una ocasión de oro para proponer y explicar a los votantes la necesidad y el alcance de esta reforma constitucional y de obtener así el mandato necesario de la soberanía popular para modificar la Constitución.

El déficit de legitimidad para realizar esta reforma constitucional es evidente por mucho que editorialicen en contrario determinados medios de comunicación. Podrán poner el énfasis sobre la legitimidad de esta decisión pero, por mucho que lo hagan, no podrán soslayar el hecho de que esta reforma se hace, pudiendo hacerlo, sin contar con el pueblo soberano.

Santiago de Munck Loyola

El déficit democrático español: el País Vasco.

Resulta muy frecuente escuchar a tertulianos políticos asegurar que los resultados electorales que se producen en el País Vasco son la expresión de la voluntad del pueblo vasco y que, por tanto, las instituciones que allí se constituyen ostentan una legitimidad democrática indiscutible. Esta afirmación y otras similares son tan habituales que en la mayoría de los casos no suelen ser discutidas. La opinión pública, en general, admite como válidas estas afirmaciones sin más. Llevamos décadas admitiendo que hay democracia en el País Vasco y que éste cuenta con instituciones legítimas. Se trata, sin duda, de una ficción política admitida por la mayoría pero que no se corresponde con la realidad política y social.

Existen numerosas teorías plasmadas en cientos de libros de politólogos, sociólogos o filósofos sobre conceptos tales como democracias, sistemas políticos, legalidad o legitimidad. Sin entrar en ellas ni en las distintas clasificaciones o grupos existentes, es posible subrayar algunos elementos o nociones básicas que nos permiten afirmar sin temor a equivocarse que en el país Vasco no existe una democracia real y que sus instituciones padecen un fuerte déficit de legitimidad democrática. Y a estas mismas conclusiones permite llegar el simple sentido común.

Para que unas instituciones puedan ser consideradas legítimas en su origen, y sin entrar ahora en el tema de la legitimidad en el ejercicio, es necesario que el proceso en virtud del cual se constituyen reúna una serie de requisitos esenciales, sin los cuales no es posible hablar de democracia. La democracia se convierte en una palabra hueca y puramente formal si los derechos de reunión, de asociación, de expresión, de residencia, de sufragio activo y pasivo no son respetados en su integridad. Es evidente y no es posible afirmar lo contrario que el ejercicio de estos derechos en el País Vasco no es posible desde hace décadas. Quienes lo han intentado o lo intentan han pagado un precio muy alto o lo pueden pagar en el futuro: la marginación social y laboral, la violencia sobre sus bienes o sus personas, el exilio o la propia vida. El ejercicio pleno de estos derechos básicos que cualifican y califican a una democracia no es posible en el País Vasco y lo es menos cuanto menor sea el ámbito territorial donde se pretendan ejercer. Cuando hay personas que no pueden desarrollar su actividad empresarial sin tener que pagar un chantaje a unos extorsionadores, cuando en muchos pueblos hay vecinos que no se atreven a concurrir a las elecciones municipales, cuando existen personas que deben ocultar sus inclinaciones políticas para encontrar trabajo o no perder el que tienen, cuando los medios de comunicación deben medir sus palabras por temor a recibir un paquete bomba en sus redacciones o por el simple recuerdo de periodistas asesinados o cuando la policía debe ocultar su rostro, afirmar que allí existe la democracia es un sarcasmo.

Si además se tiene en cuenta que los resultados electorales son los que son gracias a que 250.000 vascos se han tenido que exiliar por temor a ser asesinados y que no han podido votar, entre otras cosas, porque hasta el día de hoy ningún gobierno se ha preocupado de articular un sistema seguro para que puedan ejercer su derecho a decidir sobre el futuro de su tierra, es evidente que las instituciones municipales, provinciales o regionales carecen de una legitimidad plena.

El que quiera seguir creyendo que allí hay democracia que lo haga, pero la realidad es mucho más dura de lo que esa ficción tan extendida pretende hacernos creer. Y esta realidad sí que es un buen motivo para indignarse. Es mejor despertar y aceptar la realidad para poder enderezar el rumbo y garantizar con la ley en la mano los derechos de tanta gente.

Santiago de Munck Loyola